Por Sebastián Grant Del Río
Después de terminar de ver "El Conde", el más reciente trabajo del director chileno Pablo Larraín, la pregunta que salta es ¿qué es una película? Si pensamos que el elemento básico de ésta son los planos, cuya unión construye un relato sustentado en imágenes (en movimiento), con una estructura dramática, propuesta de montaje y personajes que cruzan una trama, desde el humor negro y el terror fantástico, para acercarse a una suerte de farsa sobre Pinochet; con este título queda clara la naturaleza de tal: ésta es una película.
Larraín filma y lo hace bien, ahora para contar una historia que puede verse como una ucronía, es decir, construida sobre hechos posibles, que no son tales. Lo de este Pinochet/Vampiro de 250 años es para el director de 47 la excusa para internarse e imaginar la familia del dictador y, finalmente, instalarse en una realidad nacional desde la ficción.
Allí están su mujer (Gloria Münchmeyer) e hijos, secundados por su fiel colaborador, Fyodor Krassnoff, interpretado por Alfredo Castro; además de Carmencita (Paula Luchsinger), una monja con dobles intenciones y, posiblemente, más malévola que el propio Conde.
Es el personaje de esta religiosa devenida en exorcista la que une el círculo de seres que pululan motivados por la codicia. Cada uno de los involucrados está dispuesto a todo con tal de cumplir su objetivo. De paso, exorcizar sus propias culpas en torno al deseo monetario, el de poder y el de una eternidad simbólica y explícita a la vez. Mientras el Conde desea morir, su esposa busca encontrar la vida eterna cual vampira, y sus cinco hijos el dinero para asegurar futuros cada vez más complejos.
Todo lo anterior dispuesto por Larraín en un espacio cerrado, la casa en el extremo sur chileno. Allí es donde Pinochet se ha escondido del mundo, para vivir en un clima de aires nubladamente góticos registrados en un blanco y negro por momentos expresivos. Son capaces de generar espacios de luces y sombras y en otras ocasiones verse forzados al servicio de un relato de naturaleza "vampírica".
Del "club" al "conde"
Es el encierro y sus consecuencias lo que mejor plantea el realizador nacional en su cine, desde lo físico a los psicológico, y que no ha superado desde "El Club" (2015), hasta ahora su mejor obra. Allí también un grupo -en este caso sacerdotes- están lejos del mundanal ruido, buscando encontrar el perdón por los abusos cometidos, como suertes de vampiros sin colmillos, pero más bestiales.
En ese sentido, el guion coescrito con Guillermo Calderón, también colaborador en "El Club", posibilitan a conectarlas. Sin embargo, "El Conde" pierde fuerza, mientras se desarrollan los hechos, para llegar a un tercer acto (tránsito a la conclusión) donde las capas narrativas tienden a confundirse. Finalmente, convierten la producción en una seguidilla de hechos sin base, vampirizaciones sin sustento y conclusiones rápidas, dando la sensación que todo lo anterior se escapa de las manos.
En otras palabras, la forma supera al fondo, en el marco de un relato que parte bien, que cuenta con una introducción y un personaje femenino en el relato en off, que parte jugando bien al misterio, antes de dar cuenta de sus intenciones.
Con roles correctamente planteados desde el acto, cada uno de los actores y actrices tienen claro lo que deben hacer. Supuestamente. El problema acá es el cómo lo hacen, apuntando a una producción con humor negro y un aura de terror en medio de un paisaje de protagonismo dramático, que va cayendo en la tentación de trucos y efectos que no deberían ser un fin, sino un medio para contar una historia. En este caso, una de vampiros que no son más que espejos de una realidad que muchos no quieren ver y que Larraín expone con esta particular familia donde nadie sabe para quién trabaja.
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