Nicolás Masquiarán Díaz
A fines de los '50, Cecilia, apenas una adolescente, no pasaba de ser una más entre Los de Tomé. No le duró mucho. Para hacerse única e incomparable ser del montón era poca cosa. Disuelta la banda y resuelta su intención de proyectarse como solista, en 1962 grabó para Odeón un sencillo tan disímil que en sus caras opuso tango (italiano) y rock'n roll.
El disco llegó justo a tiempo para montarse en una Nueva Ola en pleno ascenso, asimilando ese espíritu abierto a la canción internacional que caracterizó al movimiento; cóctel de estilos que daba cuenta de las aspiraciones cosmopolitas de la clase media chilena, la mayor consumidora de música comercial y la más proclive a identificarse con las figuras emergentes del star system criollo en un contexto que poco a poco iba convulsionando en todas sus aristas.
Eran tiempos en que la adolescencia comenzaba a reclamar con vehemencia su espacio en la sociedad moderna, y en que la industria del entretenimiento sacaba provecho de la urgencia de referentes. James Dean y luego Elvis fueron los moldes de la cadena de producción. Pero sólo superaron lo anecdótico y fugaz aquellos que consiguieron emanciparse hacia una identidad propia y distintiva. ¿Quién mejor que alguien de la periferia? ¿Quién mejor que una mujer? ¿Quién mejor que Cecilia?
Reyes y príncipes hay muchos y los habrá, pero Cecilia sólo hay una.
Capaz de brillar con su propia luz, pudo mantenerse al margen de las fábricas serializadas de estrellas gracias a un carisma e irreverencia inauditos en estas tierras. También por su desapego de las recetas facilistas. El mote de "incomparable" llegó como un eslogan, pero también lo hizo como la síntesis del juicio de las audiencias, seducidas o espantadas por esa música que excedía la simpleza y esa performance que ponía en crisis las convenciones del "deber ser".
Ahí estaba ella, repartiendo besos de taquito, con amor y con sorna, a una audiencia que la adoraba y aborrecía. Desacatando la autoridad, pisoteando estereotipos, lacerando la integridad del chileno promedio, del funcionario bien portado, haciendo caso omiso de los abucheos y abriendo espacios a disidencias que todavía ni se sospechaban con su cabello corto, su irreverencia y su gesto provocador. Cecilia, la polémica e insolente, que no fue punk porque nació a destiempo.
Con el esperable declive sobrevino la necesidad de explorar nuevos rumbos y, tal vez, madurar: Violeta, Víctor y un "Compromiso" que pocos le atribuyen. Fue un retorno discreto cuando todo apuntaba a un irreversible ocaso. Como una ola llegó, como una ola se fue. Así es la muerte de las estrellas: primero se expanden y luego se van contrayendo hasta su extinción.
Pero no Cecilia, la irreductible. Lejos de extinguirse, permaneció activa en los escenarios de la bohemia, como una figura de culto para algunos, decadente para otros. Pequeña en su grandeza hasta que los revivals noventeros la impulsaron hacia una nueva etapa. Ya no iba a ser la artista que cautivara a millones, pero iba a ser igualmente admirada, reconocida, querida y homenajeada.
En todo caso, nunca desapareció del todo. Sonaba en las radios y en la memoria. De cuando en cuando asomaba alguna imitadora y, en los últimos años, además de escucharla a ella, desgastada pero vital, también escuchamos numerosos conciertos en su honor.
He ahí la inmortalidad y la trascendencia: en la gratitud de una comunidad -de Tomé, del Biobío, de Chile- hacia quien fue capaz de remecerla con amor y música, de proveer esa chispa de luz que inspiró a la juventud a dar un paso más hacia la autodeterminación. El legado permanece en su canto, sin duda, pero también en el gesto revelador de la posibilidad.
Así son las olas. Vienen y van, y con su persistencia desmenuzan hasta la roca más dura.
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