Por Nicolás Masquiarán Díaz / Departamento de Música UdeC
Mis primeras investigaciones sobre la música en Concepción versaron sobre el ambiente académico. Cómo no, si quedaba casi todo por decir y era lo que tenía a mano.
Fue inevitable, sin embargo, descubrir que junto con los coros, orquestas y clubes musicales que proliferaron desde la última treintena del siglo XIX, aparecían también los indicios de prácticas populares, a veces vistas con curiosidad, a veces criticadas con afanes moralistas.
Entre esos dos extremos hubo matices. Los domingos, justo después de los solemnes himnos eclesiales, los paseantes eran deleitados con arreglos de toda índole en las retretas de la plaza. Además, estaban esos otros himnos: los de sindicatos, clubes y de organizaciones civiles que, siguiendo la tendencia de época, se engarzaban un canto como marca de su identidad y principios.
También fue inevitable descubrir que a poco andar los mundanos intereses de una población cada vez más abundante y heterogénea permearon hacia espacios más visibles. Mientras la escena docta se profesionalizaba, el jazz se hacía presente como una alternativa de música "seria", que emanaba aires de modernidad y el folclore rural ya se reivindicaba como objeto de interés. El urbano tuvo que esperar algunas décadas.
Eso respecto de la música que "se hacía". Poco se habla del impacto de la radio, omitiendo que la escucha también es un "hacer" y que el gusto internacional poco a poco fue penetrando en nuestras casas.
No es de extrañar que las melodías localmente populares, como los recordados cantos del carnaval, fueran reemplazando sus trazas de folclore por ritmos llegados de otros rincones del continente.
Por allá por los 60, la canción más icónica de la ciudad fue el "Baión penquista" de Adriano Reyes, director de la banda del Chacabuco. Un imprescindible de las celebraciones.
Pieza de inspiración brasileña, interpretada por militares, que a poco andar fue adquiriendo ciertos aires de cumbia. Si me preguntan por diversidad, ahí hay una señal inequívoca de que las ganas podían doblegar la rigidez de los materiales y anudar lo que siempre se había creído irreconciliable.
En mis primeras investigaciones ni sospechaba qué Concepción -Gran Concepción- iba a aparecer. Ahora podemos encontrar a un mismo músico tocando salsa o fusión latinoamericana, después de dejar su fila en la orquesta, o pasándose con igual facilidad del jazz al rock, del rock a la trova, o dar unos toques de pop, rap y, por qué no, reminiscencias originarias.
En este territorio, decir que hay para todos los gustos es remarcar lo obvio. Pero esa musicalidad, esa diversidad, no se sostiene sobre los nombres que brillan en las marquesinas, sino en todo lo que se mueve por debajo; en esa voluntad de curiosear, transitar, mixturar, proponer, resultante de esa historia que nos fue edificando y conduciendo hasta un punto de no retorno.
En tiempos de globalización y posmodernidad podrá decirse que la diversidad es la norma. Puede ser, pero cada narrativa tiene sus propios acentos. ¿Cuáles son los nuestros? ¿Qué mariposa agitó sus alas sobre la estatua de Ceres para provocar la tormenta?
De esa ignorancia cuelga la gran paradoja de la "ciudad musical", concepto que encubre, en un solo mundo, otros numerosos mundos, memorias e interacciones que se entrecruzan y modelan mutuamente sin pecar de pastiche.
La cuestionamos, pero también la celebramos. Aspiramos a ella, pero apuntamos a la superficie como si ahí se agotara todo, dejando que aquello que se cocina en garajes, gimnasios y sedes vecinales, se enfríe en la persistencia de las mismas playlist, los mismos recintos, los mismos eventos.
No busquemos más lejos, sino más adentro.