Nicolás Masquiarán Díaz, Departamento de Música, Universidad de Concepción
Por segunda ocasión, Concepción postula al sello Unesco de Ciudad Creativa de la Música. Se abre el debate: ser o no ser, merecer o no. ¿Es la nuestra una ciudad intrínsecamente musical? NO.
Que me perdonen los creyentes, pero ya basta de romantizar que ahí no hay qué defender. Puesto que la música en sí es un hecho social inherente al ser humano, hasta el último pueblo de este planeta es "intrínsecamente musical". Mejor cambiar el foco.
Si aspiramos a tal reconocimiento, la cuestión primordial no es el qué, sino el cómo. Cómo vive la música entre nosotros, o nosotros en ella; cómo ésta se integra a la identidad de nuestra comunidad. Preguntas que abren a un debate donde intervienen, como mínimo, variables históricas, sociales y culturales.
¿Por qué insistimos en ser una ciudad cultural? Una aplastante derrota en Loncomilla (1851) erradicó cualquier pretensión de titularidad frente a Santiago, forzando la articulación de una nueva identidad ciudadana, ajena a la épica colonial. Las primeras intenciones de "capital cultural", universidad incluida, aparecieron poco después.
Pero esa es una historia de las élites. Concepción se explica también por la interacción de flujos culturales. En diferentes momentos y proporciones, se mezclaron lo militar, lo religioso, lo campesino agrícola, lo ilustrado, lo cosmopolita, lo mapuche o diferentes manifestaciones de lo obrero. Cada vertiente aportó en algo a su singularidad.
Coros y orquestas fueron importantes, pero también los cantos populares y campesinos en las chinganas de Puchacay, las retretas en la plaza o las músicas del Carnaval de la Primavera. La memorable "era Stitchkin" de mediados del siglo XX no inventó nada, sino que ayudó a consolidar lo preexistente e impulsar toda arte local, música incluida, hacia su eclosión.
Fue un punto de inflexión que trocó las intenciones en realidad. La música circuló versátil entre lo privado y lo público. Su institucionalidad ganó autonomía gracias a los cuerpos estables, la profesionalización y la abundancia de escenarios y medios. Cundió la participación ciudadana. Las músicas tradicionales y populares también se legitimaron, por ejemplo, gracias a los festivales de jazz o la breve residencia de Violeta Parra. Pero, como nada es constante, pronto conocimos tiempos adversos para las tramas sociales. Aprendimos la desconfianza y el hermetismo.
Estadísticamente somos una ciudad musicalmente creativa. Aun con las oportunidades concentradas en Santiago y los números en contra, conseguimos ser fértiles y hacernos notar. Quizá los flujos culturales nos hicieron proclives a permear lo foráneo y encontrar en ello la posibilidad de lo propio, aportando un sello de originalidad. Todo porque alguna vez supimos reconocer lo valioso de nosotros mismos.
Debemos admitir aquello que hemos sido, pero también lo que ya no somos, porque la ciudad musical siempre está latente; mejorable, mutable, pero con sustancia. Hoy vibran en ella la electrónica, lo clásico, el rock, el jazz, la cantautoría y tantas otras corrientes casi siempre de espaldas entre sí.
Aspiremos a recuperar la orgánica, a ser capaces de reconocernos nuevamente como una unidad sinérgica que ni la globalización ha podido aplanar. Hay razones de sobra para avalar nuestra postulación, pero conllevan un compromiso comunitario -no sólo institucional- con el apoyo a nuestra escena, y sustentar esta marca de identidad con algo más que buenas intenciones y eslóganes.
Ya no podemos soñar como hace cien años. El mundo cambió y ya no basta lo que alguna vez hicimos por alcanzar esos sueños, pero con este reconocimiento internacional podemos ponerlo mucho más a la mano, como una promesa al futuro.