Un libro revisa, 50 años después, el gobierno de Allende y la huella profunda que dejó en el país
Adelanto de la obra "Salvador Allende. La izquierda chilena y la Unidad Popular" (Taurus), del investigador del Centro Signos de la Universidad de los Andes, Daniel Mansuy. Capítulo 1, "Martes 11".
Por Redacción
El último discurso de Salvador Allende Gossens, pronunciado la mañana del 11 de septiembre de 1973, contiene palabras que habrían de calar profundamente en nuestra conciencia colectiva. La intervención es relativamente breve, pero en ella el mandatario condensa -con extraordinario talento- un instante crucial de su vida y de nuestra historia. Si se quiere, el mejor Allende es (con distancia) el de las últimas horas. Su trayectoria política tuvo altos y bajos, momentos mejores y peores, grandezas y mezquindades, pero no había nada a esa altura. Para ser más precisos, tampoco había nada que hiciera presagiar esa altura. A su manera, Salvador Allende cuenta con la lucidez necesaria para proveer de un marco y de una narrativa a su propio final: su hora más oscura queda cargada de sentido. Allende se eleva sobre el golpe de Estado, sobre las vicisitudes de la Unidad Popular, sobre el colosal equívoco que él mismo había construido, sobre sus adversarios de todos los colores, y se instala en la historia larga de Chile. Deja así una huella profunda que tiene mucho que ver con nosotros. De algún modo -tal es la tesis del libro que el lector tiene entre sus manos- no hemos salido de un embrollo cuyos términos fueran formulados ese martes 11 de septiembre.
El mandatario realiza cinco intervenciones aquella mañana: a las 7.55, a las 8.15, a las 8.45, a las 9.03 y, finalmente, a eso de las 9.10. Las primeras cuatro fueron transmitidas por Radio Corporación, y la última por Radio Magallanes. Su muerte acaece algunas horas después, pasadas las dos de la tarde. En el intertanto, Allende dirige -con chaleco tweed, casco y fusil- la defensa del palacio. Las dos primeras alocuciones solo mencionan la insurrección de la Armada en Valparaíso: el presidente aún no ha perdido la esperanza de aplastar el «golpe fascista» y confía en que «los soldados sabrán cumplir su obligación». Supone, además, que el comandante en Jefe del Ejército ha sido superado por la insubordinación («Pobre Pinochet, debe estar preso»). Sin embargo, en su tercera intervención el escenario ya no admite dudas y el presidente reconoce que en el golpe participan ya «la mayoría de las Fuerzas Armadas». A partir de allí, Allende puede dar libre curso a su inspiración lírica.
El tiempo de la política ha terminado.
Es difícil saber cuán improvisadas fueron sus palabras. Mi abuelo, que había sido ministro en el gabinete con integración militar nombrado tras el paro de octubre de 1972, solía recordar que Allende era un hábil retórico, un gran inventor de frases. Ahora bien, debe decirse que el mandatario tenía plena conciencia de que el golpe de Estado podía llegar. Quiero decir: una intervención de los uniformados era una posibilidad más que cierta, sobre todo tras la fallida asonada del 29 de junio (el «Tancazo»), y más aún después de la renuncia del general Carlos Prats a la comandancia en Jefe del Ejército ocurrida el 22 de agosto. Nadie lo sabía mejor que el mismo Allende, que recibía día a día infinitos rumores sobre conspiraciones y movimientos inhabituales de tropas. No ignoraba, en definitiva, cuan desesperadas eran las circunstancias: el paro nacional iniciado en julio se alargaba, el diálogo con la DC no había dado resultados, el gabinete de seguridad nacional nombrado el 9 de agosto había durado menos que un suspiro, y era virtualmente imposible alcanzar acuerdos relevantes al interior del comité político de la UP. En caso de desencadenarse un golpe, su propia situación no tendría salida. La decisión estaba tomada: moriría defendiendo las instituciones democráticas, pero no renunciaría ni se entregaría, ni estaba dispuesto a exponerse a ninguna humillación. Fue su singular modo de asumir el fracaso. En ese sentido, su discurso -más o menos espontáneo- es fruto de una reflexión íntima y personal, tan íntima y personal como puede serlo la decisión de quitarse la vida. Sus palabras no obedecen a un impulso, más allá de las condiciones en que fueron pronunciadas; y, de hecho, hasta el día de hoy asombra la serenidad con que las pronuncia. No hay en ellas arrebato ni desesperación, ni siquiera hay rabia. Allende se encuentra con su destino, y da cuenta de su propósito. Deja también un mensaje de resonancia religiosa para sus partidarios: siempre queda la esperanza, siempre cabe esperar. Aún en el momento más sombrío hay un triunfo que el adversario no podrá arrebatarnos. O, dicho de otro modo: no existe nada parecido a las derrotas definitivas y absolutas. Como alguna vez dijera Jorge Arrate, «las derrotas no son nunca completas salvo cuando los vencidos olvidan las razones por las que lucharon». Allende busca impedir que sus seguidores olviden los motivos del combate.
El discurso final está enmarcado por una idea que abre y cierra, que permite comprender su gesto, y que echa luz sobre el resto de la alocución. Es su manera de convertir una derrota militar inapelable en algo que pueda funcionar en un futuro, un algo cuyos contornos él no puede sospechar. «Mis palabras -dice- no tienen amargura, sino decepción»; y prosigue: «que sean ellas un castigo moral para quienes han traicionado su juramento». Y luego, hacia el final: «Tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano, tengo la certeza de que, por lo menos, será una lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición». Si las Fuerzas Armadas han decidido derrocarlo, habrán de cargar -según el mandatario- con una elevada responsabilidad moral: haber quebrantado las instituciones y traicionado su juramento.
Allende está arrinconado, pero antes de morir deja un veneno y un enigma. Veneno de secreción lenta para los militares y todos quienes los respalden. En efecto, el mandatario no sabe, no puede saber, qué deparará el futuro, pero es consciente de que vienen tiempos amargos. «Este es un momento duro y difícil, es posible que nos aplasten», había dicho minutos antes. Y también: «las cosas serán mucho más duras, mucho más violentas». El presidente no es ingenuo: se están desatando fuerzas y dinámicas brutales, cuya duración e intensidad son imposibles de prever. Pero también es consciente de que el tiempo no perdona y que incluso los procesos más largos tienen fin. Podrán pasar años, podrán transcurrir décadas, pero ese proceso habrá nacido con una especie de maldición proferida por Allende: hay una mancha moral que nunca podrá borrarse del todo. El presidente lo formula con claridad: «la semilla que hemos entregado a la conciencia digna de miles y miles de chilenos no podrá ser segada definitivamente». El suicidio del presidente en La Moneda vuelve imposible una restauración normal de la democracia e impone un desafío colosal a quienes lo sucedan. ¿Cómo reconstruir la república desde ese quiebre? Allende fuerza una ruptura radical y obliga a sus adversarios a dar cuenta de ella (en este punto, el acuerdo entre Joan Garcés y Jaime Guzmán es total).
Luego, el enigma. Según veremos más adelante, muchos camaradas de Allende no supieron leer su mensaje. Es más, sus palabras no son amables con la Unidad Popular. Como lo notara Pedro Vuskovic, en el discurso están presentes los trabajadores y el pueblo, la mujer y el campesino, pero no hay mención de los partidos ni de sus militantes, los mismos que pocas horas después serían víctimas de una cruenta represión. La mañana del 11, relata Carlos Altamirano, los militantes escucharon perplejos el último discurso, y se molestaron con su tono «ambiguo y desmovilizador». La omisión de Allende respecto de los aparatos partidarios adquiere la forma de un reproche amargo: sus compañeros le fallaron, lo dejaron solo. Le habla al pueblo y al futuro, pero no a sus camaradas. Así se explica su respuesta a Hernán del Canto, quien le pide aquella mañana instrucciones para el Partido Socialista (PS): «Nunca antes me han pedido mi opinión. ¿Por qué me la piden ahora? Ustedes, que tanto han alardeado, deben saber lo que tienen que hacer». En rigor, el enigma es virtualmente insoluble: ¿de qué modo podría la izquierda librarse del callejón sin salida que terminó siendo la Unidad Popular? Después de todo, ese laberinto se manifiesta en toda su plenitud aquella mañana del 11 de septiembre, y lo menos que puede decirse es que la izquierda no es ajena a él: ¿en qué medida son compatibles un proyecto socialista y la estabilidad democrática? ¿Cuánta responsabilidad le cabe al mismo Allende en la tragedia de aquel día? Si el veneno está dirigido a sus adversarios, el enigma constituirá una pregunta lacerante e incómoda para sus herederos, tan lacerante e incómoda que, en demasiadas ocasiones, será simplemente silenciada. Por cierto, para comprender el fenómeno, hay que tener a la vista la ambigüedad implícita en la decisión final de Allende, que intenta zanjar un dilema político con un gesto moral. Ese gesto se convierte, a su vez, en un criterio muy exigente. En lo sucesivo, a la izquierda no le resultará fácil estar a la altura de Allende (¿cómo ser fiel a su inmolación?), ni pensarse políticamente en función de él. En suma, se trata de un criterio condenado a ser traicionado una y otra vez. Mientras no sea resuelto -y la tarea no es fácil-, el enigma posee una enorme capacidad disruptiva sobre el conjunto de la izquierda.
Volvamos a la mañana del 11. Allende dice estar dispuesto a «pagar con su vida la lealtad del pueblo». La fuerza no lo hará retroceder ni renunciar: no está dispuesto a ceder frente a ella. El mandatario es consciente del ridículo al que se expondría arrancando, y por ello su mensaje final -el veneno y el enigma- implica la entrega de su vida. Con esa convicción íntima, Allende llega al clímax:
Seguramente, Radio Magallanes será acallada y el metal tranquilo de mi voz ya no llegará a ustedes. No importa. La seguirán oyendo. Siempre estaré junto a ustedes. Por lo menos mi recuerdo será el de un hombre digno que fue leal con la Patria.
Y luego:
Superarán otros hombres este momento gris y amargo en el que la traición pretende imponerse. Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor.
En estas frases, Allende asume deliberadamente el lenguaje religioso al que ya aludimos. La muerte -parece indicarnos- no diluirá su presencia: «siempre estaré junto a ustedes». Además, el momento «gris y amargo» no será eterno. Quienes posean y conserven la fe, no se dejarán vencer por el desaliento; es más, ellos serán testigos del hombre libre y de las grandes alamedas. Un golpe de Estado no acaba con la esperanza, no puede acabar con ella; al contrario, subsiste, así como sobrevivió la esperanza cristiana en las catacumbas. De allí que el presidente describa su sacrificio como un holocausto («El holocausto nuestro marcará la infamia de los que traicionan la patria y el pueblo»). Allende, de algún modo, busca fundar su propia iglesia al transmutar su inmolación en mensaje político, y su mensaje político en inmolación. Tal es su proeza, cuyos efectos aún sentimos: de allí en adelante será imposible mirar su gobierno sin la luz retrospectiva que provee su último gesto; y esto también vale para lo que sucederá después del 11 de septiembre. Allende transforma la historia de Chile, la historia de la izquierda y la historia de su propia vida al trocar la derrota por el discurso lírico que da cuenta del suicidio.
Suicidio largamente meditado, podemos suponer, y que despierta la admiración del general Palacios al descubrir su cadáver. Suicidio, además, que no debe haber sido nada de fácil. Allende no tenía alma de asceta y sabía apreciar los bienes de este mundo. Pocas semanas antes del 11 lo había dicho explícitamente a un grupo de asesores, tras confirmar su voluntad de morir en caso de golpe: «No es que yo no ame la vida. La vida me ha dado muchas satisfacciones. Soy un hombre que ha sabido disfrutar de ella». Inmediatamente después, hizo un gesto con una copa de licor que tenía en la mano, «como si la saborease con el movimiento». La anécdota es reveladora: el presidente se está despidiendo de la vida y de sus placeres, pero no lo hace por gusto ni porque los desprecie, muy por el contrario. El suicidio es, sobre todo, una renuncia dolorosa.