2 de enero de 1852, noche
Adelanto del libro "La Vía Damna". Por Francisca Solar
Entre forcejeos y llantos, el médico prusiano Matthäus Kleist logró introducir a su hija Odetta en el destartalado bote de pesca, mientras la enfermera Alcázar luchaba por sujetarla desde los pies. Para haber cumplido recién seis años, la niña tenía tanta fuerza como un huracán.
-Doctor, por favor, venga con nosotras -rogó la mujer, rodeando a Odetta con sus brazos. Su rostro anguloso se difuminaba tras el propio hálito condensado en el aire polar-. No haga
una locura. ¡Súbase, se lo pido!
A juzgar por el ruido del agua contra las rocas, la marea parecía lo suficientemente calma como para remar y alejarse sin inconvenientes, pero ahí, en el extremo austral, en el fin del mundo, eso no era una señal para confiarse. Greta Alcázar, instalada a duras penas en la pequeña embarcación de emergencia, probablemente tenía la misma reticencia, pero hasta una caída en el mar gélido le parecía más amable que morir calcinada o atravesada por una bayoneta.
Los gritos de los soldados amotinados se escuchaban hasta esa esquina del acantilado, decenas de metros bajo el morro donde se erguía el Fuerte Bulnes. No tenían más tiempo.
-Reme hacia el sur. Escóndanse en el bosque. No vuelvan -le ordenó el doctor, con ese áspero acento teutónico que sus pocos años en Chile no habían podido borrar. Agradeció en silencio que la oscuridad de la noche austral le permitiera disimular la angustia en su rostro. Desató la soga de ajuste y empujó la proa del bote. Lo vio tambalearse en el agua mientras se alejaba del roquerío.
-¡Huyan ya!
-¡Doctor!
-¡Papa! ¡No me dejes, papa!
No pudo mirar a Odetta a los ojos. No pudo despedirse. Ninguna palabra de afecto salió de su boca. Si la abrazaba una última vez, no podría dejarla ir, y dejarla ir era indispensable para poder cumplir su promesa.
Sintió náuseas. Ignorando los gemidos de su hija, apretó los puños, giró sobre sus pies y se apresuró de regreso al fuerte, saltando entre las rocas húmedas y subiendo luego a zancadas el rudimentario sendero que se empinaba por sobre el mar. Sus manos agrietadas por los exiguos grados Fahrenheit comenzaban a escocer: en el apuro había olvidado sus guantes. Sintió una taquicardia desatarse bajo su camisa de algodón. El viento implacable era un muro que ralentizaba su paso y lo obligaba a abrazarse a su grueso abrigo de lana para avanzar. No sabía cuánto tiempo le quedaba para salvar a sus pacientes. Segundos, quizá. Ya estaba preparado para la muerte. Para la de ellos. Para la suya.
Al llegar a la planicie, vio a lo lejos que las dos casas situadas en la entrada del predio, muy cerca de los viejos depósitos de pólvora, ardían furiosamente. En cualquier momento las llamas darían paso a grandes explosiones en cadena. Las sombras de hombres con armas y antorchas quemarían lo que quedaba del cuartel, la bodega, la secretaría… Eso le daba algo de ventaja antes de que alcanzaran la capilla, emplazada al fondo. Si acortaba camino por los sembradíos infértiles en el límite oeste, llegaría antes que ellos.
Debió esconderse un momento a un lado del antiguo almacén de víveres antes de correr hasta el umbral de la capilla como si no hubiese mañana. No lo habría, en realidad. Las ocho personas postradas en esa enfermería improvisada contaban con eso.
-¡Doctor! -exclamó Ana Carmen al verlo, alterada, levantando sus brazos desde el primer catre. El velo blanco que la cubría por completo le permitía reconocerlo gracias a dos pequeños agujeros para sus ojos-. Sabía que regresaríais, sabía que regresaríais por nosotros…