Los orígenes de esta fábrica textil se remontan a inicios del siglo XX. Por entonces (1907), Arturo Junge y Guillermo Jansen realizan una alianza comercial que da origen a "Fábrica de Hilatura y tejeturía de géneros de algodón Chilean Mills & Co", llegando a alcanzar cierto grado de prosperidad que se tradujo en la adquisición de modernas maquinarias traídas directamente desde el, por entonces, Imperio Alemán. Eso hasta la Primera Guerra, cuando, debido a las restricciones al mercado mundial, la fábrica debió cerrar (1914).
Tras el conflicto (1925), se reabrió, sus instalaciones fueron adquiridas por la empresa "Grace & Co" (1929), que la mantuvo activa incluso durante el período más álgido del break. La nueva administración adquirió nuevas maquinarias y construyó más galpones y edificios de una empresa que ya tenía fama nacional e internacional. La calidad de sus productos era admirada, por lo que fue ganando más clientela.
Para chilenizar su nombre, en 1938, su razón social se transformó a "Fábrica textil Caupolicán-Chiguayante", la cual fue adquirida en 1960 (post terremoto) por el industrial Armando Yarur. Intervenida en 1971, fue devuelta a su dueño (1974), quien en 1980 volvió a cambiarle el nombre, esta vez a "Manufacturas Chilenas de Algodón, S. A., Machasa".
En 1999, la brasileña "Santista Textil" la compró, bajo cuya administración perduró hasta 2010, cuando cerró definitivamente debido a la competencia de la industria textil china, que envía productos a precios mucho más baratos.
Sus instalaciones no dejaban de ser sorprendentes, lo que puede evidenciarse en que llegaron a trabajar en ella poco más de 2.500 personas. Poco queda de ello. La mayor parte de sus muros ha sido demolida, dando paso a proyectos inmobiliarios. Lo que ha subsistido no cuenta con protección patrimonial. Existe un edificio del Sindicato Caupolicán, y una población de la textil.
Al igual que empresas del rubro industrial, como parte de las acciones de la época del Estado subsidiario, se construyó una población anexa a la fábrica. Así nació el proyecto de crear la población obrera "Caupolicán-Chiguayante" (1946). Sin embargo, el proyecto original (que incluía un gimnasio cubierto, salas de espectáculos, una sede social y almacenes) hacia 1951 solo concluyó algunas viviendas, quedando incompleto respecto de lo propuesto por el equipo de arquitectos encabezado por Oreste Depetris.
Los empleados también tuvieron su propio club deportivo, participando en varios campeonatos locales y nacionales. Pero, además, la vida social era muy activa: paseos de Navidad, de Año Nuevo, cumpleaños, actividades solidarias, bailes, bingos, etc., eran parte de la vida de los empleados, una sociabilidad que fue generando orgullo y sello identitario, que se fue reflejando en aquello que más perduró: su infraestructura. La extensión de la memoria colectiva a espacios físicos, sean casas, recintos industriales o muros, no son solo un soporte para sacar relatos de anécdotas, sino que se transforman en un apoyo a esas historias, cuentos de padres a hijos, de abuelos a nietos, es decir, pasan de una a otra generación como parte del gran desafío que implica para cada uno de nosotros dejar una huella. Si ello es producto de una identidad colectiva derivada de actividades y espacios como el aquí reseñado, adquiere un valor adicional, tanto por su aporte a lo local, como también al pasado nacional. En fin, se transforma en un bien de todos, mucho de ello heredado del trabajo de nuestros padres, por lo que es correcto llamarlo patrimonio, o sea, que ha sido heredado de los pater.