Respeto en el debate y en las actuaciones
En el último tiempo se ha visto que el debate de ideas fundamentadas que deberían tener quienes ejercen cargos de representación popular se ha ido reemplazando por una guerrilla verbal y por acciones que no enaltecen a quienes han sido elegidos o designados para impulsar el avance del país de la mejor manera posible para los ciudadanos y sin anteponer sus intereses personales o partidistas.
Los medios de comunicación han destacado algunos hechos que ponen en duda el respeto con que deben tratarse las autoridades, los personajes públicos, los candidatos a cargos de representación popular, y especialmente los parlamentarios y dirigentes políticos. Y sobre todo, la consideración que se debe tener con quienes están investidos de la autoridad. El estallido social de fines de 2019 acentuó esas diferencias, con andanadas de diatribas. En tanto, el Congreso Nacional, que debería ser el centro de los debates de ideas, ha dado paso durante el último tiempo a acciones propias de un show de la farándula, donde predomina la chabacanería.
La campaña política con motivo de las elecciones presidenciales, parlamentarias y de consejeros regionales que se realizarán el domingo 21 del presente mes de noviembre, ha acentuado esas diferencias. Los espacios dados por los medios de comunicación y además en las redes sociales, se han convertido en campo de batalla para cualquier tema. La descalificación mutua no le hace bien al país, que ve que esta guerrilla verbal y proselitista se sigue imponiendo como la forma de hacer política, donde abundan los comentarios destemplados y hasta mal intencionados. Hay un deterioro en la forma de comunicarnos, en especial de la clase política, llamada a ser modelo de comportamiento para el resto de la sociedad.
No se trata de pretender una regulación sobre el tema, sino apelar a que el diálogo sea respetuoso, que las propuestas de los candidatos presidenciales se realicen con argumentos técnicos y con ánimo de escucharse, de ponerse genuinamente en el lugar del otro, con el fin de enriquecer nuestras propias vidas. La necesidad de cuidar y respetar el lenguaje y la forma de actuar es una urgencia y prioridad de manera permanente. Así construimos la realidad, así nos comunicamos, coordinamos y cotejamos acciones de las personas. Pero es peligroso seguir dividiendo a nuestra sociedad y continuar deteriorando las relaciones humanas. La ciudadanía espera de sus representantes soluciones a sus problemas y no la ya inconducente guerrilla verbal.
Hay que considerar que todas las autoridades, los entes públicos y los partidos políticos son sometidos continuamente a evaluación. De allí, surge la necesidad de estar atentos para detectar las necesidades de la población y contribuir a atender las demandas ciudadanas, más que pensar en sacar provecho de esos cargos que, bien es sabido, ha llevado al ya conocido descrédito de la clase política.
El resentimiento contra las élites políticas y gobernantes es evidente y surge en cada conversación. El fenómeno es palpable en el país. La desigualdad, más que la pobreza, parece explicar buena parte del malestar con quienes ostentan poder. También tiene que ver con la percepción de la élite como una comunidad cerrada, basada en la procedencia y las conexiones por encima de la educación y los logros. Y finalmente, se percibe a las superestructuras como aprovechadoras de los recursos fiscales, para beneficio personal. De ahí la creencia bastante generalizada de que buena parte de quienes acceden a los cargos no van a servir en el poder sino a servirse de él.
Para construir el futuro se debe tener presente que la legitimidad es clave. La autoridad está vestida de honorabilidad, pero no basta decirlo, sino que debe ser real. Cuando eso no sucede, la legitimidad retrocede, el terreno cambia y pasa a ser material fecundo para los populismos, por el deterioro del debate y de la democracia. Los ciudadanos esperan soluciones reales a los problemas que viven a diario y no seguir acentuando las diferencias.
Por lo general, buena parte de la ciudadanía percibe a las superestructuras políticas y gobernantes como aprovechadoras de los recursos fiscales, para beneficio personal. De ahí la creencia casi generalizada de que parte de quienes acceden a los cargos no van a servir en el poder sino a servirse de él.