Respeto en el debate y las actuaciones públicas
Durante las últimas semanas los medios de comunicación han destacado algunos hechos que ponen en duda el respeto con que deben tratarse las autoridades, los personajes públicos, especialmente los parlamentarios y dirigentes políticos, y sobre todo la consideración que se debe tener con quienes están investidos de la autoridad.
Con el paso de los años se ha visto que el debate de ideas fundamentadas que deberían tener quienes ejercen cargos de representación popular se ha ido reemplazando por una verdadera guerrilla verbal y por acciones que no enaltecen a quienes han sido elegidos o designados para impulsar el avance del país, de la mejor manera posible para los ciudadanos y sin anteponer sus intereses personales o proselitistas. El debate en torno al denominado "estallido social" de fines del año pasado acentuó esas diferencias, con andanadas de diatribas. En tanto, el Congreso Nacional, que debería ser el centro de los debates de ideas, ha dado paso a acciones propias de un show de la farándula, donde predomina la chabacanería.
Asimismo, se ven otros hechos preocupantes. Los espacios dados por los medios de comunicación -y mayormente por las redes sociales- se han convertido en campo de batalla para cualquier tema. El asunto se ve aún más profundizado cuando se desatan toda clase comentarios injuriosos. La descalificación mutua no le hace bien al país, que ve que la guerra de trincheras se sigue imponiendo como la forma de hacer política, donde abundan los comentarios destemplados y hasta mal intencionados. Hay un deterioro en la forma de comunicarnos, en especial, la clase política, llamada a ser modelo de comportamiento para el resto de la sociedad.
No se trata de pretender una regulación sobre el tema, sino apelar a que el diálogo y -mejor aún- la conversación, sea respetuosa, democrática, con argumentos de fondo y con ánimo de escucharse, de ponerse genuinamente en el lugar del otro, con el fin de enriquecer nuestras propias vidas. La necesidad de cuidar y respetar el lenguaje y la forma de actuar es una urgencia y prioridad de manera permanente. Así construimos la realidad, así nos comunicamos, coordinamos y cotejamos acciones de las personas. Una vez más es necesario insistir en que no es bueno seguir dividiendo a nuestra sociedad y continuar deteriorando las relaciones humanas. La ciudadanía espera de sus representantes soluciones a sus problemas y no la ya inconducente guerrilla verbal.
Hay que considerar que todas las autoridades, los entes públicos y los partidos políticos son sometidos continuamente a evaluación. De allí, surge la necesidad de estar atentos para detectar las necesidades de la población y contribuir a atender las demandas ciudadanas, más que pensar en sacar provecho de esos cargos que, bien es sabido, ha llevado al ya conocido descrédito de la clase política. El resentimiento contra las élites políticas y gobernantes es evidente y surge en cada conversación. El fenómeno es palpable en el país. La desigualdad, más que la pobreza, parece explicar buena parte del malestar con quienes ostentan poder. También tiene que ver con la percepción de la élite como una comunidad cerrada, basada en la procedencia y las conexiones por encima de la educación y los logros. Y finalmente, se percibe a las superestructuras como aprovechadoras de los recursos fiscales, para beneficio personal. De ahí la creencia bastante generalizada de que buena parte de quienes acceden a los cargos no van a servir en el poder sino a servirse de él.
Para construir el futuro se debe tener presente que la legitimidad es clave. La autoridad está vestida de honorabilidad, pero no basta decirlo, sino que debe ser real. Cuando eso no sucede, la legitimidad retrocede, el terreno cambia y pasa a ser material fecundo para los populismos, por el deterioro del debate y de la democracia. Los ciudadanos esperan hoy soluciones reales a los problemas diarios que enfrentan y no seguir acentuando las diferencias.
La descalificación mutua no le hace bien al país, que ve que la guerra verbal se sigue imponiendo como la forma de hacer política, con comentarios destemplados y mal intencionados. Hay un deterioro en la forma de comunicarnos, en especial, la clase política, llamada a ser modelo de comportamiento.