Nuestro Cristo roto
La imagen de Cristo crucificado llevado por encapuchados por las calles de la Alameda, para ser apedreado, escupido, descuartizado con bestial violencia, produjo indignación en todos aquellos que consternados mirábamos estas imágenes.
No solo se rompió con piedrazos a Cristo crucificado, con este hecho cayó en pedazos el hombre mismo, ante cada golpe caía lo humano y aparecía la bestia, ante cada grito caía la voz y surgía lo gutural, ante cada blasfemia moría la fuerza y aparecía la debilidad de la naturaleza humana. El hombre bestia, el hombre instinto, enajenado, poseído por la rabia y el odio, abandonaba su cuerpo para transformarse en un animal.
Con este hecho desproporcionado de violencia y salvajismo fuimos testigos del sacrilegio más grande: profanar su propio ser de hombre que reúne en sí lo humano y lo divino, que es capaz de pensar y amar. Al ver como hombres -no jóvenes- sí hombres encapuchados, se rebelaban así mismos como lo que son: pobres marionetas de su propia violencia acumulada, masificados unos con otros, vacíos de identidad.
Hemos asistido a su propio entierro; pues un país completo ha repudiado estos hechos y contrario a lo que pudieran pensar estos enajenados y cobardes delincuentes, la Iglesia de la Gratitud Nacional es de todos los chilenos. Ahí, a un costado, en un mausoleo descansan los restos de los héroes de la Guerra del Pacífico, quienes con su sangre derramada escribieron páginas de nuestra historia; el respeto por ellos y por los valores sagrados permanece inalterable en el alma del país.
El altar de la Iglesia cuenta con un cuadro de María Auxiliadora, a Ella la Madre y Reina Victoriosa le encomendamos nuestra Patria y decimos:
Madre, con tu Hijo Divino/ desciende a los caminos de nuestra Patria/ para que siguiendo vuestras huellas/encuentre la paz/ verdadera y estable/ Patria, sólo tendrás salvación/ si, en amor, te unes/ a María y a su Hijo.