Cinco hermosos e intensos años como Arzobispo de Concepción
Dios en su infinita misericordia me ha regalado el don de servir como Arzobispo de Concepción durante ya cinco años. Me sorprende lo rápido que ha pasado el tiempo. Me sorprende la intensidad de lo vivido en el ámbito personal, eclesial, pastoral y social. Me admira la gran cantidad de personas maravillosas que he conocido. Me sobrecoge la belleza de esta zona. Me duele como esta belleza contrasta con el dolor de tantas personas que en la Iglesia han encontrado una mano amiga, un hombro cercano para curar heridas, penas e injusticias que claman al cielo.
Han sido cinco años de oración personal y sobretodo comunitaria. Parto con alegría a cada parroquia, a cada capilla y a cada reunión que me corresponde ir para hablar de Dios y entregar su amor y consuelo por medio de los sacramentos que nos recuerda la muerte y resurrección de nuestro Maestro y Salvador, Jesucristo. Llego con alegría delante de Dios para hablarle a EL de los hombres y mujeres que me han pedido oración. Tantas cosas que han pasado. Tantas personas que he conocido y se han dejado conocer; tantos dolores de muchas personas injustamente tratados que me ha llevado a exclamar "Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado"; tantas alegrías que me han llevado a exclamar en el silencio de la oración, "Grande ha estado Dios con nosotros y estamos alegres".
Agradezco todo cuánto me ha acontecido durante estos años. Todo ha sido el camino trazado por Dios para anunciarlo, aunque muchas veces no lo he comprendido. Los fracasos, las incomprensiones, los dolores, también han sido parte de este aprendizaje. Ante la vida, y hasta el día de nuestra muerte somos novicios, con siempre algo que aprender y siempre llano a pedir perdón por lo no hecho, por lo que se pudo haber hecho mejor por lo hecho mal. Cada vez me convenzo más que es el Señor el que construye la casa y que llevamos un tesoro en vasijas de barro. El sínodo arquidiocesano que acabamos de concluir me lo confirma una y otra vez la presencia de Dios en medio de nosotros. Fue allí, en comunidad, dónde descubrí con fuerza el amor de Dios que nos alienta, nos enseña, nos ilumina y nos conduce a la verdad plena que es el mismo Dios.
Gracias a todas las personas que durante estos años me han acompañado con alegría y sobretodo mucha paciencia. Gracias, muchas veces, muchas gracias, a todos, creyentes y no creyentes por acogerme y aceptarme en la misión maravillosa de trabajar como obrero en esta parte de la viña del Señor, Concepción.
Un especial saludo a los consagrados y consagradas, laicos y laicas con quien he compartido de manera más cercana estos años. Me despido acogiéndome al amparo de la Siempre Virgen María que nos invita con renovado ardor a servir y a seguir haciendo lo que Cristo, su hijo, nos diga.