El currículum escolar chileno tiene como uno de sus principales propósitos, al igual que el de otros países con similares características, el desarrollo de habilidades para la comprensión de lectura en distintos niveles, ya sea informativos, científicos o estéticos y, por otra parte, el desarrollo de habilidades para potenciar el pensamiento lógico, mediante la resolución de problemas matemáticos contextualizados. Entonces, resulta lógico pensar que un instrumento de evaluación estandarizado como la Prueba de Selección Universitaria, lo que debería medir es justamente eso.
Son habilidades que, en mayor o menor medida, se han desarrollado en 12 años de escolaridad y que constituyen aprendizajes clave para enfrentar con éxito la enseñanza superior.
No obstante, aún predomina en nuestro sistema educativo una concepción del aprendizaje como la acumulación y reproducción de contenidos, cuya adquisición está limitada a una relación directamente proporcional entre cantidad acumulada de materia y el tiempo que se dispone para "pasarla". Aquello es, por decir lo menos, preocupante y alejado de uno de los principios pedagógicos más elementales: nuestra diversidad y variados ritmos de aprendizaje, propios de cada persona.
Los alumnos tienen un tiempo límite "para aprender" que, además, debe coincidir con la licenciatura de los cuartos medios en noviembre de cada año.
En este contexto, lo menos apropiado sería transferir a los jóvenes la angustia por la PSU y por lo que no se alcanzó a revisar en dos meses, porque en realidad aquello que no se aprendió significativamente y en profundidad a lo largo de la escolaridad, ¿cómo podría lograrse, siquiera una mínima parte, con o sin dos meses de clase? A no ser que a un embutido de información de último momento se le conciba como una medida compensatoria de aprendizaje, que nos deje tranquilos a todos. Pero aquello no hace más que responsabilizar y segregar a los jóvenes por su mal desempeño y bajo puntaje en la PSU. Qué ironía, ¿no?
Un verdadero y armónico desarrollo de habilidades, tiene su punto de partida formal en la educación preescolar, que apresta a los niños y niñas para estimular al máximo las potencialidades fundamentales del nivel básico y su consiguiente continuidad y profundización en la enseñanza media. Habilidades necesarias para orientar la vocación, que deberá estar acorde a intereses y aptitudes pertinentes al estudio de cualquier profesión.
Tal vez es hora de pensar en un sistema de ingreso a la educación superior que pueda visibilizar los aprendizajes previos de los jóvenes que, en justicia y equidad, esté vinculado a las experiencias que han desarrollado, incluso de manera informal, por ejemplo a sus oficios o su formación técnico profesional. En definitiva, requerimos un sistema que en cada nivel de enseñanza los cualifique y les permita transitar más naturalmente y seguros de sus logros de desempeño.