Barbudos en extinción
El modelo es el capitán Arturo Prat con su frondosa y bien cuidada barba que respondía a un tiempo distinto del nuestro. No podríamos imaginar los centenares de bustos del héroe de Iquique, repartidos en las plazas del país, como un sujeto cuasi calvo y, más encima, lampiño. No sería lo mismo. El buen oficial de ejército y de marina, el político de las altas esferas, el hacendado con derecho a voto censitario, todos ellos debían lucir esas barbas de bosques milenarios que les otorgaban un estatus que de otra manera no se podían ganar.
La barba tupida pero ordenada, quizás mantenida a rayas con tijeras, podada como los ramajes de una cerca o un árbol bonsái, había primado en el siglo XIX. Para variar, como una moda impuesta por Europa, y más tardíamente, por Estados Unidos. Usted habrá visto fotografías de los generales victoriosos y derrotados en la Guerra de Secesión norteamericana, por ejemplo, cada cual con un macetero colgando de la barbilla. La moda tenía una justificación: no era sencillo afeitarse cada día. Los barberos existían desde hacía siglos, pero - en particular en los campos de batalla - no siempre estaban a la mano. No era cosa de decir permiso, acudir a la barbería de la esquina y regresar a la barricada a esperar la muerte.
Entonces existía la navaja, esa cuchilla extremadamente afilada que sólo muy pocos sujetos podían manejar con habilidad, sin practicarle cortes al cliente. Si la navaja se movía como barrido, en un ángulo preciso y ayudada por una espuma de jabón, no había problema. Pero si por un descuido se movía en forma longitudinal, había tajo, sangre y furia.
Es sabido que un señor gringo llamado King Gillette inventó en 1896 un sistema de cuchillas desechables, muy finas y afiladas, que iban empotradas en un soporte permanente que reducía al mínimo la posibilidad de deslizamiento longitudinal. Había llegado la modernidad, y el hombre nuevo podía mirarse al espejo cada mañana y afeitarse por su cuenta y riesgo. Claro, no fue tan rápida su incorporación a los hábitos de higiene, pese a que la publicidad indicaba que a la primera vez de uso, listo, uno ya se convertía en un experto. Así que, acercándonos al significativo año de 1910, los barbudos estaban en extinción.
Décadas más tarde la barba se convirtió en un complicado símbolo político del que incluso yo fui víctima: nunca olvidaré a un sujeto que me acusó de 'comunista' por la época en que me dio por lucir una barba oscura y tupida. El tópico de la barba siempre me ha parecido interesante, como para escribir la historia del país a través de ella.
Lo otro habría sido volver a comentar del caso Penta, pero eso ya me tiene curcuncho.