Con este I Domingo de Adviento comenzamos un nuevo año litúrgico.
En los domingos de este año leeremos las lecturas del Ciclo B, que se caracteriza por seguir el Evangelio de Marcos. El Concilio Vaticano II, en su Constitución sobre la divina revelación, constata que la preeminencia del Evangelio es cosa sabida por todos: 'Nadie ignora que entre todas las Escrituras, también las del Nuevo Testamento, con razón sobresalen los Evangelios, puesto que son el testimonio principal de la vida y doctrina del Verbo Encarnado, nuestro Salvador' (Dei Verbum, 18). Por eso, en la celebración litúrgica, el Evangelio es proclamado por un ministro ordenado -Obispo, presbítero o diácono- y los fieles lo escuchan de pie.
Marcos abre su escrito con estas palabras: 'Comienzo del Evangelio de Jesús Cristo, Hijo de Dios' (Mc 1,1). Define su obra como un 'evangelio', es decir, como el anuncio de una noticia, destinada a transformar la vida de quien la recibe. El contenido de esa noticia es que el personaje histórico llamado Jesús es el Cristo, de quien la mujer samaritana decía: 'Sé que va a venir el Mesías, el llamado Cristo. Cuando venga, nos explicará todo' (Jn 4,25). Pero no sólo es el Ungido (Mesías, Cristo), esperado por Israel como prometido por Dios, sino que es el Hijo de Dios, Dios mismo, que se compromete con la historia humana de manera definitiva, hasta el punto de hacerse él mismo hombre y parte de nuestra historia. El anuncio consiste en que el ser humano es llamado a ser hijo de Dios: 'A quienes lo acogieron les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios, a los que creen en su Nombre' (Jn 1,12). Toda nuestra preocupación debe ser, entonces, acoger a Jesús, su vida y su doctrina, y hacerla propia.
En este I Domingo de Adviento acogemos su llamado apremiante, que caracteriza a este tiempo: 'Estén atentos, vigilen'. Y explica: 'Porque no saben cuándo es el momento'. Dos cosas ha dicho antes Jesús: 'Verán al Hijo del hombre venir en las nubes con gran poder y gloria' (Mc 13,26). Esto es claro. Pero, también: 'Acerca de aquel día y hora nadie sabe, ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre' (Mc 13,32). Cuando Jesús subió al cielo, después de su muerte y resurrección, dejó a la humanidad a la espera de su venida gloriosa.
Pero no es una espera vacía, que entretanto nos deja ocupados de nuestros propios asuntos. Para ilustrar cuál debe ser nuestra actitud, Jesús usa una comparación: 'Como un hombre que se ausenta, dejando su casa, dando atribuciones a sus siervos, a cada uno su trabajo'. En el tiempo del Adviento debemos recordar que todo lo que somos y tenemos lo debemos a Dios y a Él debemos rendir cuenta. Vivir con esta conciencia es estar velando. Jesús nos previene: 'No sea que llegue de improviso y los encuentre dormidos'. Está dormido el que vive ajeno a Dios, en su falsa autosuficiencia, como si todo dependiera sólo de sí mismo.
Cuatro veces repite Jesús la advertencia del Adviento: 'Velen'. La extensión del mandato es universal: 'Lo que digo a ustedes, lo digo a todos: ¡Velen!'. En otra ocasión, aclara en que consiste esa actitud vigilante: 'Velen y oren' (Mc 14,38). Cada uno puede controlar hasta qué punto acoge esta advertencia revisando el tiempo que dedica cada día a la oración. En el primer escrito del Nuevo Testamento, San Pablo invita a los cristianos de Tesalónica a mantener esa actitud recomendada por Jesús con tanta insistencia: 'No durmamos..., sino que velemos y seamos sobrios... Estén siempre alegres. Oren constantemente. En todo den gracias, pues esta es la voluntad de Dios, en Cristo Jesús, para ustedes' (1Tes 5,6.16-18). 'Dar gracias en todo' significa que reconocemos que todo es un don de Dios, que de Él lo hemos recibido y a Él debemos devolverlo. El espíritu opuesto al Adviento es el que ignora a Dios, vive como si Dios no existiera, y como si no tuviera nada que agradecerle. A quien vive así Jesús repite: 'Velen, no sea que llegue de improviso y los encuentre dormidos'.
Obispo de Santa María de Los Ángeles