El Evangelio de este Domingo XXVIII del tiempo ordinario nos presenta otra parábola. Con ella Jesús quiere destacar la libertad que tiene el ser humano para acoger o rechazar la invitación de Dios; pero nos advierte sobre las consecuencias de nuestra decisión.
Somos libres para elegir la respuesta; pero no somos libres para elegir las consecuencias de esa respuesta. Estas consecuencias son determinadas por Dios.
"El Reino de los Cielos es semejante a un rey que hizo una fiesta de boda para su hijo".
Se presenta a los oyentes la fiesta más magnífica que se pueda imaginar. Todos desearían estar en la lista de los invitados a semejante fiesta. "El rey envió a sus siervos a llamar a los invitados a la boda".
Pero ocurre lo increíble: «Los invitados no quisieron venir". No se nos dice por qué motivo rechazan la invitación. Pero el rey es benevolente e insiste en su invitación convencido de la bondad de su fiesta: "Envió de nuevo otros siervos, diciendo: Hablen a los invitados: 'Miren, he preparado mi banquete, mis bueyes y mis terneros cebados han sido sacrificados y todo está preparado; vengan a la boda'".
Pero ellos insisten en su rechazo anteponiendo otros intereses: "Sin hacer caso, se fueron el uno a su campo, el otro a su negocio; y los demás agarraron a los siervos, los escarnecieron y los mataron". Pero esta decisión no carece de consecuencias: "El rey se enfureció y, enviando sus tropas, dio muerte a aquellos homicidas y prendió fuego a su ciudad".
¿Cuál habría sido la consecuencia de aceptar la invitación? Habrían gozado de una magnífica fiesta; pero, sobre todo, habrían gozado de la bondad y el favor del rey, que no tiene límites. El rey explica: "Los invitados no eran dignos".
La parábola tiene un segundo acto: "El rey, entonces, dice a sus siervos: 'La boda está preparada... Vayan a los cruces de los caminos y, a cuantos encuentren, invítenlos a la boda.' Los siervos salieron a los caminos, reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos...".
Estos invitados ya no tienen el rango de los primeros; son los que están en los caminos, "malos y buenos", todos. La invitación es inmerecida, es completamente gratuita.
Les llegó de manera inesperada; pero ellos la aceptaron: "La sala de bodas se llenó de comensales".
Hasta aquí la parábola es una explicación del desarrollo histórico de la evangelización.
Los primeros destinatarios de las promesas de salvación de Dios eran el pueblo de Israel (el de la Biblia); pero ellos rechazaron la invitación dando muerte a los enviados de Dios y al mismo Hijo.
Entonces, después de su resurrección, Jesús manda a sus apóstoles a invitar a todos: "Hagan discípulos de todos los pueblos..." (Mt 28,19).
El hecho de que la invitación se extienda a todos no quita la necesidad de hacerse dignos de tal honor. Por eso Jesús en su envío agrega: "bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y enseñándoles a observar todo lo que yo les he mandado" (Mt 28,19-20).
El Bautismo y el cumplimiento de lo mandado por Jesús nos hace dignos de participar en su banquete, como reconoce el sacerdote en la Eucaristía, que es anticipo del banquete del cielo: "Te damos gracias porque nos haces dignos de servirte en tu presencia".
Esa dignidad se adquiere en el Bautismo, donde se recibe el vestido nupcial con estas palabras: "Ya te has revestido de Cristo; recibe esta vestidura blanca, signo de tu dignidad de cristiano; consérvala sin mancha hasta la vida eterna".
Así se entiende el tercer acto de la parábola: "Entrando el rey a ver a los comensales, vio allí un hombre que no estaba vestido con el vestido nupcial y le dijo: 'Amigo, ¿cómo entraste aquí sin el vestido nupcial?'. Él enmudeció. Entonces el rey dijo a los servidores: 'Atenlo de pies y manos, y échenlo a las tinieblas de fuera; allí será el llanto y el rechinar de dientes'".
Por desgracia, puede ocurrir que en el camino de la vida, por el pecado mortal, el cristiano pierda la vestidura recibida en el Bautismo, y se vuelva nuevamente indigno de participar en el banquete eucarístico.
Haciéndose eco de la conclusión de ese tercer acto de la parábola, San Pablo advierte: "Quien coma el pan o beba la copa del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Examínese, pues, cada cual, y coma así el pan y beba de la copa. Pues quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propia condenación" (1Cor 11,27-29). Dios, en su bondad, nos da siempre una nueva oportunidad.
Mediante el sincero arrepentimiento y el Sacramento de la Penitencia, se recupera el vestido nupcial que nos permite participar de ese sagrado banquete en el cual "Cristo se nos da como alimento, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la vida futura gloria".