Sean imitadores de Dios, como hijos suyos amados
En el Evangelio del domingo pasado (Mt 18,21-35) se nos presentaba la norma dada por Jesús a su Iglesia sobre el perdón de las ofensas: sus discípulos deben perdonar siempre y sin límite, es decir, no resarcirse en nada de la ofensa recibida. Preguntamos a Jesús: ¿No es más justa la norma que había dado Dios a su pueblo: 'Ojo por ojo y diente por diente' (cf. Mt 5,38)? Jesús responde: Ésa es la norma que se dio a los antepasados y que los escribas y fariseos se esforzaban por cumplir, pero 'Yo les digo: si la justicia de ustedes no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entrarán en el Reino de los Cielos' (Mt 5,20). El perdón pertenece a una justicia superior revelada por Jesús; corresponde a una lógica divina, que es imposible de comprender a la inteligencia humana. No se puede dar otra explicación del perdón que la que da Dios mismo: 'No daré curso al ardor de mi cólera, no volveré a destruir a Efraím, porque yo soy Dios y no hombre' (Os 11,9).
El perdón debe ubicarse en el ámbito de la gratuidad. En efecto, donde hay derecho a exigir reparación, se renuncia a ella. Es lo que trata de explicar Jesús con la parábola que leíamos el domingo pasado: el siervo rogó al rey, a quien debía una cantidad inmensa de dinero, que tuviera paciencia, y el rey podía haber escuchado esa súplica y haber fijado un plazo para que fuera saldada la deuda. Tuvo, en cambio, una conducta inesperada: dejó la deuda en cero, es decir, donó al siervo esa cantidad, ¡perdonó!
El Evangelio de este Domingo XXV del tiempo ordinario vuelve sobre el tema de la gratuidad divina, que Jesús trata de explicar por medio de una parábola. Adelantamos que, lo mismo que el perdón, es imposible de comprender a la inteligencia humana. Al ser humano no se le pide entender, sino imitar, como exhorta San Pablo a los cristianos de Éfeso: 'Sean imitadores de Dios, como hijos suyos amados' (Ef 5,1). La gratuidad divina la pueden vivir solamente los hijos de Dios, porque ellos tienen los pensamientos de Dios. San Pablo llega a decir: 'Nosotros tenemos la mente de Cristo' (1Cor 2,16).
'El Reino de los cielos es semejante a...'. Es la introducción habitual cuando Jesús quiere revelar un misterio. Se trata de un señor que salió a primera hora del día a contratar obreros para la vendimia y acordó con ellos pagarles un denario al día. Salió luego a diversas horas del día, incluso a la última hora, y habiendo encontrado a otros cesantes los envió a su viña diciendoles: 'Vayan también a mi viña y les daré lo que es justo'. Al final del día, el señor dio orden a su administrador de pagar a todos un denario. Los que habían sido contratados a primera hora murmuraron: 'Estos últimos no han trabajado más que una hora, y les pagas lo mismo que a nosotros, que hemos soportado el peso del día y el calor'. Son los pensamientos humanos que no entienden la gratuidad. Nos interesa la explicación del señor.
El señor no se hace cargo de la protesta masiva, sino que se dirige a uno en particular: 'Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿No te ajustaste conmigo en un denario? Toma lo tuyo'. Lo primero, entonces, que hay que decir es que la conducta del señor no es injusta; corresponde exactamente a lo acordado: un denario al día. Pero luego agrega: 'Quiero dar a este último lo mismo que a ti, ¿no me está permitido hacer con lo mío lo que quiero?'. Ciertamente, el señor es libre de hacer un regalo a quien quiere; lo hace con quienes no exigieron nada al ir a la viña y confiaron en la palabra del señor: 'Les daré lo que es justo'. Está hablando de esa justicia divina a la que pertenece la gratuidad, la justicia que se debe tener para entrar en el Reino de los cielos. Luego el señor contrasta los pensamientos humanos con la bondad divina: 'O ¿es tu ojo malo porque yo soy bueno?' (hemos traducido literalmente la expresión idiomática de la envidia para conservar el contraste entre malo-bueno).
Debemos reconocer que, gracias a los veinte siglos de cristianismo, algo de esa justicia divina ha entrado en los sistemas legales humanos. Se trata de las leyes sociales que ordenan, por ejemplo, conservar su salario al obrero cuando está enfermo, dar un salario a los inválidos, una pensión a las viudas, un subsidio a los cesantes, que indemniza a los que han sido despedidos, etc. Pero todavía queda mucho por crecer para llegar verdaderamente a 'imitar a Dios, como hijos suyos amados'. Lo imitó Zaqueo, el publicano rico, cuando entró Cristo en su vida: 'Señor, daré la mitad de mis bienes a los pobres' (Lc 19,8).
Obispo de Santa María de Los Ángeles