La caravana interior
Dentro de la algarabía de la participación de Chile en el Mundial de Brasil, reforzado con el triunfo ante Australia, sigue impactándome la tremenda cantidad de compatriotas que agarró sus petacas y se marchó para estar allá, más cerca de los héroes de la Selección Nacional.
Digo, ¿no será mucho el ocio? No me explico cómo se las habrán arreglado para pedir permiso en la pega o juntar y ajustar sus vacaciones, de dónde estarán sacando las lucas para financiar una empresa de conquista similar a las incursiones de Diego de Almagro o Pedro de Valdivia. En mi caso, no habría ido ni pagado, las mañas son más fuertes.
Debo reconocer que es la oportunidad única, y que será algo más difícil movilizarse hacia Rusia 2018 arriba de una Kombi adaptada como casa rodante. Y quizás cuántos lustros más deberemos aguardar para que la pelotita vuelva de nuevo a nuestro continente. La vez anterior, por estos pagos, tampoco se prestó para alegres caravanas de fanáticos: en Argentina 1978, mientras los jugadores se disputaban el balón en el pasto, los helicópteros de la Armada iban a tirar cuerpos al mar. En Chile también, pero siempre a menor escala.
Los mundiales poseen esa característica: anclan el recuerdo, relacionamos nuestras victorias y tragedias con algo que sucedió en la cancha, y luego nos sirven de herramienta para recuperar esas trazas de memoria. El único mundial que vi con mi padre fue el de Alemania 1974, por ejemplo. Esa vez junté y traté de llenar el clásico álbum de cromos de todas las selecciones, sin tener pito idea de fútbol, lo que no ha cambiado mucho. Incluso ahora estuve tentado de comprar el álbum 2014, con presupuesto ilimitado, pero preferí racionalizar los grados de melancolía.
Vuelvo a mi desconcierto por las caravanas. ¿Qué tipo de estómago se requiere para soportar semanas encerrado en un vehículo, comiendo tallarines con atún, aguantando los vapores sudorosos de los compañeros de ruta y durmiendo a la mala en literas de campaña? Y más encima con la incertidumbre de no saber si van a llegar, si van a conseguir entradas o si los dejarán siquiera acercarse a los estadios en esos mamotretos extraídos de la película 'Mad Max'.
El cálculo económico pesa: aunque me hubiese tentado la idea, no habría sido posible. Puede que usted se ría, pero yo trabajo, o hago como que trabajo: cumplo de manera relajada un cierto número de deberes semanales, poca cosa. Pero si no es así, me voy cortado, sin un sindicato que se vaya a paro en mi defensa.
De todos modos, disfruto del mundial como si fuese el último: por estos días no me verán en la calle, porque estaré instalado frente al televisor, riéndome de esa gente que viaja tan lejos, cuando siempre es preferible el viaje interior.