¿Lloraremos después?
La verdad es que estamos en uno de esos puntos de inflexión en la historia de un país, del cual depende lo que ocurrirá durante muchas décadas de su futuro; un momento de enorme trascendencia, que podría estar cerrando una etapa, que pese a todo, tiene un balance positivo, y abriendo otra, claramente nociva.
Hay que decirlo claro: nuestro país no tiene derecho a farrearse todo lo que se ha conseguido desde hace 35 años y cambiarlo por un conjunto de fórmulas trasnochadas, que pretenden que el dios-Estado lo controle todo y nos provea de un conjunto de elementos que debieran ser conseguidos por cada cual (salvo aquellos que se encuentran en la extrema pobreza), fruto de su esfuerzo.
No sólo porque la historia ha mostrado sin misericordia que el socialismo puro y duro crea pobreza, sino además, porque ese Estado providente termina transformándose en el peor abusador, pues en el fondo, se convierte en el instrumento de dominación de quienes se apoderan del mismo.
Parece bastante entendible el malestar de mucha gente con una serie de problemas que hoy nos aquejan, en particular, con una sensación del ciudadano medio de casi completa indefensión ante el aprovechamiento de quienes son más poderosos, que les imponen muchas veces unas condiciones económicas abusivas para los servicios que prestan, pero que al tratarse de necesidades de primer orden, no cabe más que soportar.
Por algo en una reciente encuesta, la mayoría de los consultados estimaba que las grandes empresas casi únicamente están movidas por un insaciable ánimo de lucro.
Si a esto agregamos una ética cada vez más relativista, en que lo bueno y lo malo dependen de las circunstancias de cada cual (donde la Concertación ha tenido un papel crucial en la demolición de la moral tradicional), no es de extrañar que, embelesados por este egocentrismo enfermizo, los más poderosos abusen de quien puedan a sus anchas, pues como dice el refrán, "la ambición rompe el saco".
Pero lo anterior no justifica echarlo todo por la borda y volver a tropezar con la misma piedra del estatismo (piedras que han formado ya una auténtica cantera en el mundo), como si a su sombra se solucionaran, por arte de magia, todos los problemas.
Sin embargo, también hay que reconocer que la Nueva Mayoría ha sabido aprovechar este descontento, auténtico pasto para la demagogia, y encandilar a sus votantes (que ojo, sólo representan a un cuarto del electorado total), para que busquen cambiarlo todo y se pongan las fichas en función de una apuesta estatalista mil veces fracasada.
Ojalá no estemos llorando en un tiempo más, añorando con nostalgia e incluso rabia lo que podría perderse (sobre todo en el nivel de consumo, que es lo que tanto atrae a la gente y para muchos, es lo único importante), fruto de no valorar seriamente lo que aún tenemos.